El tango de Bergoglio en La Habana.
Por Jeovany Jimenez Vega.
La recién concluida visita del Papa Francisco I a Cuba dejó gravitando una ola de polémicas. Ante el asombro de unos y el desencanto de otros, un Sumo Pontífice caracterizado por ser directo, casi incisivo, con sus declaraciones Molotov hacia los centros de poder mundial, y que ha demostrado valentía al destapar más de una caja de Pandora dentro de su propia institución, para el gusto de muchos acaba de mostrarse, sin embargo, demasiado cauto ante los dictadores cubanos.
De alguien que ha dado pasos considerados verdaderas temeridades contrastados ante el milenario conservadurismo de su Iglesia, que llegó a La Habana precedido por su fama de reformador radical y cuyas declaraciones a favor de los desposeídos han llegado a merecerle incluso la absurda acusación de comunista, esperaban muchos un discurso más atrevido y frontal frente a los responsables del conocido irrespeto de los derechos humanos en la isla. Pero tal decepción puede tener su origen en una incorrecta apreciación de las coordenadas exactas de su paso por La Habana, del contexto inédito en que se produce su visita: sucede que el país visitado hoy por el Papa argentino ya no es el mismo que visitara en 1998 Wojtyla; ya ni siquiera el mismo visitado por Ratzinger en 2012.
Que la dictadura sea exactamente la misma no quiere decir para nada que Cuba lo sea. La audacia de Obama al revertir diametralmente una política perpetuada por sus diez predecesores en la Casa Blanca no es el centro de este análisis, pero sí queda fuera de dudas que las consecuencias de ese giro serán de largo alcance. Esta evidencia ha marcado una innegable impronta en el escenario político dentro y fuera de Cuba porque ha condicionado a corto plazo una actitud diferente hacia la isla y ha levantado expectativas dentro del sector más emprendedor de la economía informal cubana. Porque un país es también la suma de las necesidades y aspiraciones del pueblo que lo habita, y eso lo sabe muy bien Bergoglio, un hombre conocedor de la naturaleza humana, quien debe haber optado por la prudencia desde el convencimiento de que era lo apropiado en este momento.
Pongamos todo en su contexto. Bergoglio es un Papa que ha aceptado públicamente mediar en uno de los conflictos más largos y enconados de la Historia moderna, y en consecuencia cumple con la regla de oro de todo mediador: no incomodar a ninguna de las partes asumiendo una posición neutral. Sabe que el mundo está pendiente de cada gesto suyo, además conoce la antológica vocación de la parte cubana por esgrimir pretextos absurdos y sabe que cualquier declaración frontal pudiera enfriar el clima de las negociaciones actuales. En este momento el Papa es un actor político y se conduce como tal.
En Cuba vimos a un Bergoglio enfocado en su propósito de acercar a dos partes que intentan resolver una larga disputa. Estamos ante un hombre en la plenitud de su madurez personal y en la cúspide de su misión vital, puesto a conciencia al servicio de una delicada negociación. Como todo buen político, que nunca sacrificaría su objetivo final por escaramuzas intermedias, sencillamente antepone su misión a cualquier opinión personal sobre el asunto y mantiene su mirada fija en la consecución del fin.
No obstante, resultó desconcertante su visita de índole personal a Fidel Castro –pues no estaba obligado por el protocolo a visitar a alguien que en este momento no ocupa cargos oficiales. En su lugar, no haber visitado el punto cero habría lanzado un nítido mensaje político sobre su deseo de ruptura con un pasado que Cuba necesita imperiosamente dejar atrás, pero ya sea por razones prácticas o netamente personales, optó por regalar un selfie mediático a la dictadura. Verle junto al hombre que más daño ha hecho a la nación cubana ha sido profundamente perturbador, pero el tiempo develará la verdadera intimidad de su mediación y sólo entonces sabremos hasta qué punto estuvo éticamente justificada su decisión.
Polémicas han sido además sus posteriores declaraciones negando conocimiento sobre las detenciones de cientos de opositores cubanos durante su estancia en la isla, pero no haber recibido a ningún opositor engranaba pragmáticamente con su objetivo visto desde el ángulo del mediador: esto habría enrarecido demasiado, a la vista del Gobierno cubano, el clima de su visita –y es algo, dicho sea de paso, a lo que tampoco estaba obligado dado el carácter esencialmente pastoral de su gira. Asumido todo desde esta óptica, apenas habría sido una manifestación de diplomacia abstenerse de lanzar señales incendiarias.
Pero todo esto hizo más evidente aún el dilema de la Iglesia Católica cubana; atrapada entre la soberbia de una dictadura que recela y el dolor del pueblo al que se debe el suyo ha pasado a ser un profundo dilema ético. Estamos ante un nuevo escenario en el que se repiten, sin embargo, antiquísimas preguntas: ¿cuál es el rol de la Iglesia Católica colocada entre un pueblo sufrido y el despotismo de sus tiranos? ¿Dónde está su lugar exacto en este puzzle de contradicciones? ¿Hasta qué punto se debe implicar políticamente el sucesor de Pedro? O tal vez la pregunta sería mucho más simple aún ¿de cuál lado estaría Jesús en esta encrucijada de nuestra Historia?
De momento Francisco, que ofreció un discurso ya sí a tono con su estilo ante la Asamblea General de la ONU, optó por no arriesgarse con relación a Cuba, decidió bailar al ritmo de su propio tango y desde la escalerilla pareció cantarnos ¡adiós muchachos! como quien sabe de antemano todas las respuestas.
Ver: Mis minutos con el Papa.