El testimonio de dos médicos cubanos que fueron inhabilitados para el ejercicio de su profesión durante más de cinco años por canalizar ante su Ministerio inquietudes salariales de 300 profesionales de la Salud Pública. El Dr. Jeovany Jimenez Vega autoriza y agradece la divulgación de toda opinión o artículo suyo aquí publicado.

Archivo para junio, 2019

Tragedia en la selva de Darién: una advertencia al repatriado.

Hace varias semanas recibimos conmocionados la noticia de la tragedia del río Armila. En la noche del pasado 23 de abril decenas de familias cubanas enlutaban cuando más de medio centenar de jóvenes, que subían rumbo al norte rompiendo selva panameña, murieron arrastrados por una repentina crecida.

A pesar de su evidente dramatismo la grave noticia encontró, sin embargo, relativamente poca resonancia en la prensa internacional y en sitios de Internet, lo cual evidencia a las claras por qué se puede considerar el problema cubano más profundo y de más difícil resolución que otros conflictos regionales ahora en boga, entiéndase las muy lamentables situaciones de Venezuela y Nicaragua bajo sus respectivas dictaduras.

Tal vez si estas muertes se hubieran suscitado entre jóvenes de estos dos países la tragedia habría cobrado mayor impacto, pero cuando la noticia versa sobre cubanos huyendo del castrismo se le resta relevancia porque más de medio siglo de dictadura siempre cobra su cuota de desgaste. Al parecer hoy la muerte de nuestros emigrantes conserva todos sus matices trágicos sólo si se sufre dentro de un hogar cubano desde la perspectiva del padre destruido o del niño huérfano.

Las autoridades cubanas, por supuesto, miraron a otro lado. En su cínica lógica este Panamá no parece el mismo al que cierta gritona de la UJC viajó con su humilde salario de psicóloga para boicotear la Cumbre de 2015: para la dictadura aquella es un modelo y estos no son más que gusanos muertos.

En contraste con esta nueva masacre del Castrismo hace pocos días trascendió una «nueva postura» del régimen: los oligarcas de la Plaza recién aclararon a sus emigrados que en su draconiana Ley 118 de Inversión Extranjera, vigente desde marzo de 2014, en realidad no se les excluye de poder invertir en su país, pero acto seguido, atajando a los entusiastas, recuerdan que el convite sólo vale para quienes residan y tengan asentado su capital en el extranjero.

De más está decir que con semejante acotación se continúa excluyendo al sector privado que dentro de la isla puja por sobrevivir no gracias, sino a pesar de las zancadillas interpuestas por un sistema tan retrógrado como el primer día, obcecado en demostrar que es en su empresa estatal socialista donde se incuba ese futuro luminoso que nunca llega.

Estas dos noticias, aparentemente inconexas, evidencian la complejidad de una sociedad anquilosada cuya dictadura no sólo coarta las libertades civiles y políticas de mi pueblo sino que, por natural extensión, también atenaza con mano de hierro sus derechos económicos.

Aun así durante los últimos años se ha incrementado la tendencia de algunos cubanos que después de vivir durante un número variable de años en el extranjero –como norma completamente desentendidos de la realidad interna de la isla y sin hacer ningún intento por retener su ciudadanía– optan ahora por regresar a residir definitivamente en Cuba, mediante un insultante proceso denominado «repatriación», humillante eufemismo acuñado justo por quienes le han privado del derecho a viajar y regresar libremente, como si la patria le perteneciera sólo a ellos y no a todos.

En lo personal no logro comprender bajo cuál misterioso razonamiento quienes un día emigraron aguijoneados por sueños de prosperidad y desde la completa certidumbre de que jamás la lograrían bajo un régimen policial totalitario, concluyen que sólo porque regresan con unos dólares ahorrados –ya sean miles, o decenas o cientos de miles, en este caso la cantidad es intrascendente– hoy tendrán más garantías de éxito.

Deben recordar los ingenuos que todavía en cada cuadra hay una comitiva de chivatos, y ya sea por retorcida convicción o primitiva envidia, informará todos sus pasos en cuanto ponga un negocito. Hoy los malabares necesarios para conseguir insumos en el mercado cubano, ya sea formal o informal, reduciría a rango de aficionados a las estrellas del Cirque du Soleil, y en su barrio le espera ansioso un ejército de corruptos inspectores estatales y policías afilándose los dientes para extorsionarle; que no existe manera humana de llevar un negocio en Cuba dentro de la legalidad porque la ley que esto regula está exquisitamente diseñada para evitarlo, y todo tendrá que transcurrir de forma tan ilegal y oculta como cuando partió, un caso entre tantos, con el éxodo del 94.

Cierto que cada cual conoce su propio maleconazo y cada quien comprende sus razones, pero nadie debe pecar de ingenuo suponiendo una falsa distensión de las autoridades después del espejismo de la era Obama, porque más temprano que tarde chocará con una realidad tan asfixiante como la que antes le hizo huir. Esperar algo diferente sería construir castillos en el aire.

Y no se trata de que ahora Trump retornara a posiciones de fuerza, no; Cuba se mantiene estática porque la dictadura de Fidel y Raúl Castro -ahora con el nuevo administrador Díaz-Canel al umbral de la puerta, pero con los mismos dueños- sigue atrincherada en el mismo punto y apostando por la pobreza de mi pueblo como arma estratégica de control para mantenerse en el poder.

Probablemente a estas alturas muchos repatriados sopesan arrepentidos la posibilidad de dar marcha atrás a la película, y llegado a la conclusión de que bajo tales circunstancias no basta con poseer capital, sino que se debe vivir bajo instituciones que protejan y estimulen con sincero entusiasmo a productores y pequeñas y medianas empresas –razón extrapolable a los inversores pesados a gran escala necesarios en la Cuba de hoy.

Quien estudie esa Ley de Inversión Extranjera advertirá que no hace ningún guiño a la emigración, que ni siquiera insinúa alguna prioridad o trato diferenciado, como se esperaría. Más bien los dueños del tugurio colocan el parche antes que el descosido y aclaran que todo será en igualdad de condiciones: también en nuestro caso intermediará la Empresa Empleadora estatal para embolsarse el 90 % de los salarios; las autoridades cubanas designarán sin excepción a cada operario e ingeniero de esas empresas -entre los cuales infiltrará sus secuaces la Seguridad del Estado- y se reservará para sí el 60 % de los beneficios.

Tal desfachatez plantea reglas de juego tan desleales que hasta el momento nadie muerde el anzuelo, y ahí se mantiene ociosa y empolvada la Zona Especial de Desarrollo de Mariel como testigo –proyecto que hasta el momento ha atraído apenas el 15% de las inversiones y ganancias esperadas por los Castro.

Entonces la pregunta se desprende: ¿por qué si la Ley de Inversión Extranjera no ha logrado atraer al resto del mundo atraería a una emigración cubana que conoce al pájaro por la cagada? ¿Qué hace suponer al payaso Bruno Parrilla, al camaleónico Malmierca, al administrador del garrito Díaz-Canel, y a su jefe Raúl Castro, que los emigrados caerán en una trampa que conocen mejor que nadie?

¿Por qué se arriesgaría el empresariado cubano del exilio, bajo las circunstancias actuales, a sabiendas de que toda ganancia irá directamente a financiar los medios represivos del castrismo? ¿Por qué nuestro emigrante opta por pagar 10000 dólares a las mafias del estrecho de la Florida o Centroamérica y ni siquiera considera invertirlos en su país? ¿Por qué sus parientes de Miami siguen igual razonamiento cuando le apoyan?

¿Acaso los tercermundistas que suben por la misma ruta del coyote se arriesgarían al temerario lance si tuvieran 10000 dólares para financiar un negocio familiar? ¿Qué poderosa razón convence a los cubanos de que ningún capital vale en esta Cuba en ruinas que dejan compulsados por la desesperación? ¿Cómo entender que durante los últimos años los cubanos sacaran del país, para compras en el extranjero, más de 2300 millones de dólares anuales para abastecer su mercado negro –cifra “casualmente” similar a los 2500 millones anuales que los expertos fijan como ritmo de inversión externa que precisa Cuba para salir del aprieto? La similitud de estas cifras denuncia la envergadura del absurdo.

En todo esto debe pensar el emigrado cubano cuando se plantee regresar. Si en su empeño lo animan la añoranza por los pequeños detalles y simplemente prefiere quedarse con esas tantas cosas que muy bien pueden arropar su corazón romántico, pues vale, ¡muy bien! Nada más natural que el deseo de retornar a la semilla y al hogar, por más que realidades como la nuestra lo hayan desvirtuado, pero jamás debe emprender su viaje de regreso con la ingenuidad de suponer que en Cuba algo haya cambiado: debe hacerlo con la certeza de que en los prados de su niñez hoy encontrará tierra quemada, y un país que en muchos aspectos ya recuerda demasiado la fase más oscura del período especial de los 90.

Debe saber el futuro «repatriado» que regresa a un crudo campo de batalla. Lo prueba más de medio centenar de cadáveres cubanos tragados por la selva de Darién, como clarísima advertencia. Y todo mientras la dictadura asegura que no pasa nada, que la tensión será cuestión de pocos meses, que no debemos temer al hambre pues para eso rollizos generales garantizan a todos carne de jutía y leche de avestruz, que no hay que preocuparse ni andar resucitando fantasmas porque el período especial ya fue sepultado gracias a las brillantes directivas dejadas por el iluminado Fidel Castro.

Y para colmo ahora nos dicen que los emigrados pueden invertir en Cuba, lo cual sólo debe ser interpretado como una prueba de desesperación viniendo de un régimen que nunca dejará de despreciarnos. Lo que no dicen los déspotas es que una vez invertido su dinero, fracasado su negocio y decomisados sus bienes, ante nuestro repatriado quedarán servidas dos únicas opciones: o termina en prisión o vuelve a intentar desesperado la misma ruta del Darién. Por suerte nos queda la certeza, o la esperanza, de que Liborio podrá ser pobre, pero no comemierda.