El sueño, el bosque y el lobo nuevo.
Por: Jeovany Jimenez Vega.
… Porque, aunque una nación se desmorone, las montañas permanecen. Y, con las montañas, queda la eterna responsabilidad del hombre de preservar lo que es esencialmente suyo, que es su alma. Y con la responsabilidad queda la posibilidad de anhelar y esforzarse y la satisfacción que resulta de hacerlo. Hanama Tasaki.
Hace 54 años, el triunfo de la Revolución cubana fue paradigma de una época a punto de eclosión. Los graves problemas sociales que se propuso cercenar y el antagonismo frontal con el Gobierno de EE.UU. le imprimieron a sus primeros años una tónica tensa y radical. La justeza de aquella lucha, el inmenso júbilo de aquel mar de pueblo ante la victoria y hechos posteriores como la campaña de alfabetización, la batalla de Girón y la crisis de octubre matizarían entre laureles a aquellos barbudos carismáticos; romántica imagen que halló resonancia en todos los movimientos de izquierda a nivel mundial. Entonces, como suele acontecer en épocas de semejante fervor, todo parecía posible.
Como cabría suponer, para dar vida a aquellos sueños se precisaba de un hombre diferente, portador de las mejores virtudes de su especie, capaz de hacer grandes sacrificios sin pedir nada, sincero, cabal y consecuente con su verdad hasta el punto de ser capaz de morir por ella. Urgía forjar un ser altruista ajeno a las miserias del pasado, sin el menor atisbo de egoísmo; se necesitaba un hombre consciente de su momento y de la impronta que debía ser legada; se aspiraba a un ser ideal –esbozado en los discursos del Che Guevara– y llamado a ser el modelo del poetizado futuro; se soñaba, en fin, con el hombre nuevo.
Pero aquella promesa no encontraría los caminos allanados hacia el edén prometido. Si bien durante los años iniciales del proceso fueron nacionalizados los latifundios, los intereses extranjeros y los de la gran burguesía, con la llegada de la “ofensiva revolucionaria” de 1968, estas medidas gubernamentales se redirigieron contra el mismo cubano que menos de una década antes había apoyado con fervor a la Revolución y que, de repente, se vio despojado de su pequeña empresa familiar –fuera esta una sencilla tiendecita de barrio, un humilde puesto de viandas o un minúsculo cajón de limpiabotas. A esta medida, desacertada y extrema, le siguieron décadas de estancamiento económico y florecimiento burocrático que no hicieron más que demostrar lo improcedente de un paso asumido al carbón del modelo soviético. A esto se le sumarían lamentables estrategias económicas, políticas y culturales, que sembraron el germen que luego fermentaría la simiente del modelo primogénitamente soñado.
Con el paso de los años, a lo anterior se añadía la carencia de garantías civiles, la no división de poderes y la orfandad ética instaurada en una prensa finalmente subyugada bajo la censura, todo lo cual fomentó una atmósfera de hipocresía social que no haría más que crecer exponencialmente. La promesa inicial de pluralidad que necesitaba el pueblo que hizo una guerra para liberarse del tirano Batista –así como de su horda de asesinos de la calaña de los Ventura Novo y los Cañizares, de la hiena Pilar García y de los Manferrer– terminó degenerando en esta pobreza cívica y espiritual que hoy nos avergüenza reconocer.
Ahora, 54 años más tarde, me pregunto cuánto queda de aquel sueño. ¿Qué legamos los jóvenes de hoy de la utopía del hombre nuevo? La quimera murió en su cuna y en su lugar surgió un ser capaz de toda la gama posible de dobleces morales y que huye de la verdad como las alimañas de la luz. A la sombra del miedo fue engendrado un ser indolente y egoísta, incapaz de proyectarse cívicamente con principios ni de ocuparse de nada que no tenga que ver consigo mismo. Insensible al dolor ajeno y sin querer, ¿sin poder? ir más allá, asegura los linderos de su parcelita y allí, en su kafkiana dimensión de insecto, vegeta en su propia cosecha de miserias sin desvelarse jamás por la gran parcela común.
No me instiga un ánimo inquisitivo ni mi juicio se pretende infalible, ni deseo pasar tabla rasa sobre el asunto, pero mucho me angustia que conductas que deberían ser ya oscuras excepciones sean aún la vergonzosa norma: veo con tristeza reducida al mínimo la espiritualidad de esta juventud, afanada en modas y reggaetones pero demasiado inculta y superficial como para reparar en asuntos mayores. Elevados conceptos como patria, compromiso, deber o sacrificio le son tan ajenos a la media de la juventud de hoy como las fórmulas de la física cuántica. Y no es que esté mal vivir intensamente, vestir a la moda y bailar hasta el delirio –pues la juventud es una sola y es, a la vez que bella, fugaz– pero también se debería ser, a la vez que alegre, profundo… ¿no es así Guevara?
Tuvo muchísimo que ver en tal devastación moral el megaexperimento de los preuniversitarios en el campo, que durante décadas mantuvo a varias generaciones de cubanos lejos de su familia, en la fase más crítica de su adolescencia, mientras cristalizaba su personalidad. Si bien en las aulas de estas becas existía un clima docente bastante adecuado –y de alta calidad en no pocos casos– en los dormitorios se vivía muchas veces el código de las prisiones: el bueno tenía que acoplarse a la seña del malo, y nunca viceversa, si quería sobrevivir; allí aquel joven en ciernes podía descender hasta el más procaz inescrúpulo. A esto habría que añadir la insondable crisis de valores que llegó con la década de los 90’. El deterioro profundísimo de los estándares de vida del pueblo motivó un éxodo masivo de profesores del Sistema de Nacional de enseñanza con sus lógicas consecuencias, y mientras tanto en la calle se entronizó definitivamente la ley de la selva. Luego el libretazo de la década del 2000 –con sus nunca logrados Profesores Generales Integrales, sus videoconferencias y graduaciones masivas de maestros emergentes y volátiles– vino a dar el puntillazo final. El triste resultado lo palpamos hoy; es mi generación y la generación hija de la mía el producto de aquellos años: la insensibilidad, la pésima educación y la vulgaridad más árida son la norma y alcanzan, hace mucho tiempo, proporciones epidémicas. En fin, que hemos creado un Frankenstein y hoy no sabemos qué hacer con él.
Pero conservo la obstinada esperanza de que no todo esté perdido. A semejante desolación opongo aquella inconmovible fe martiana en el mejoramiento humano. Tengo la viva certeza de que mi pueblo extraerá de los ilustrísimos ejemplos de su Historia la fuerza necesaria para levantarse de sus ruinas; para que el hombre nuevo que soñamos un día, y que me resisto a colocar entre las quimeras imposibles, nazca al fin –hijo de valores universales y no de adoctrinamientos políticos– para el bien definitivo de la patria. No precisamos para ello de prefabricadas arengas: lo esencial sería rescatar al hombre del abismo moral cavado por la simulación y la mentira. Necesitamos, con urgencia, una Revolución del alma. ¡¿Con qué contamos…?! increparán los miopes escépticos, y quedará como respuesta el digno grito de Agramonte que estremeció aquella manigua insurrecta: ¡con la vergüenza, con eso contamos, con la vergüenza de todos los cubanos dignos!