El testimonio de dos médicos cubanos que fueron inhabilitados para el ejercicio de su profesión durante más de cinco años por canalizar ante su Ministerio inquietudes salariales de 300 profesionales de la Salud Pública. El Dr. Jeovany Jimenez Vega autoriza y agradece la divulgación de toda opinión o artículo suyo aquí publicado.

Por Jeovany Gimenez Vega.

Hace unos días el Cardenal Jaime Ortega Alamino en rueda de prensa, al referirse a una carta suya enviada al dictador Raúl Castro para “…lamentar el trato dado a las Damas de Blanco…” aseguró haber tenido con ello “…una intervención inicial en aquel proceso…” Con esta afirmación el Cardenal insinúa, o al menos deja implícito, que tuvo un papel crucial en la liberación de los prisioneros políticos cubanos de la Primavera Negra de 2003.

Sin duda asistimos aquí a un evidente error de perspectiva. Cuando el Cardenal se dirigió en estos términos al General en Jefe ya estas honorables mujeres llevaban alrededor de siete años sufriendo asedios y amenazadas a diario por parte de la repulsiva policía política, eran arrastradas con frecuencia por hordas paramilitares organizadas por el Partido Comunista y detenidas por la Seguridad del Estado en cada una de sus temerarias marchas por La Habana.

No se trata de una afirmación mía, estos son hechos documentados durante años por toda la prensa extranjera que decidió ajustar sus cámaras a 250/8 y estar allí. Recordemos como cientos de estas activistas y sus damas de compañía se habían cohesionado alrededor de Laura Pollán y otras líderes, y como a pesar de todos esos años de vejaciones –que forzaron al límite la potencia represiva de la Sección 21– no parecían mostrar ningún signo de fatiga, sino todo lo contrario, pues cada informe de inteligencia debió ratificar al mando superior la firmeza en sus propósitos. Para entonces ya la organización había recibido el Premio Sajarov, contaba cada vez con mayor apoyo internacional y absorbía una cobertura permanente de las Agencias extranjeras acreditadas en Cuba.

Es un hecho indiscutible que a la altura de 2009 ya el movimiento de las Damas de Blanco tenía contra las cuerdas a la dictadura cubana. También es un secreto a voces que fue entonces cuando la dictadura, acorralada en su error y demasiado arrogante como para reconocer su derrota –pero también demasiado cobarde para disculparse por los encarcelamientos perpetrados seis años antes– decidió parapetarse detrás de una presunta intermediación de la Iglesia Católica: ideó presentar la liberación de aquellos prisioneros políticos como un presunto rapto de compasión, como una epifanía del régimen castrista ante aquella piadosa solicitud.

Para dar credibilidad a la farsa fue elegido el manto púrpura de Jaime Ortega. El resto de la solución pasó, entre otros actores, por el Gobierno español de Zapatero, ejecutor del resto del trabajo sucio, cuando aceptó a los desterrados –que otra cosa no fueron– pero negándoles, sin embargo, el status de refugiados políticos que auténticamente detentaban. Así todo quedaría como una conmovedora intermediación de la jerarquía de la Iglesia Católica cubana entre la preocupada comunidad internacional y el clemente Gobierno cubano, mientras se excluiría meticulosamente de la ecuación la heroica resistencia de aquellas madres, hijas y esposas que habían humillado a una dictadura.

Hoy Jaime Ortega insiste en lo contrario, y a la vez que reconoce cómo aquel desenlace fue determinante en la posterior política de normalización de relaciones propuesta a Raúl Castro por la Administración Obama y el fin de la Posición Común europea, omite imperdonablemente que la dictadura cubana todavía se niega, furibunda, a normalizar relaciones con su propio pueblo.

En España vimos a un anodino Ortega evadir, con una desfachatez total, la pregunta sobre la cifra de prisioneros políticos que mantiene actualmente el régimen castrista. Negarse a denunciar la permanencia de alrededor de un centenar de presos políticos en cárceles cubanas –sometidos invariablemente al régimen penitenciario de los reos comunes– denuncia su naturaleza ladina y una pasmosa cobardía personal en el líder religioso.

En España vimos a un simulador muy bien informado. Este señor conoce de primera mano la arrogancia de la dictadura porque la ha vivido en carne propia. La institución que representa sufrió la expulsión de decenas de sacerdotes y religiosas, la confiscación de sus colegios y de muchos conventos y lleva más de medio siglo sin poder construir nuevos templos. Su Iglesia fue una víctima más de la ola represiva del ¿quinquenio? gris, cuando miles de sus miembros también sufrieron confinación forzada en las UMAP y perdieron trabajos o carreras universitarias por no renegar de su fe.

Retaría a este señor a que solicite al Gobierno cubano libertad para que los padres que así lo decidan, en pleno uso de su natural derecho, puedan elegir una educación religiosa para sus hijos, o que se reabran las escuelas de Jesuitas –como aquella en que estudió el adolescente Fidel Castro, por cierto– y se autorice al clero a tener sus propios canales de televisión y radio, algo completamente legal en el resto del mundo libre.

Pero Jaime Ortega sabe que su silencio es la condición para evitar la ira de un tirano al que mucho teme. Sabe que la recientemente inaugurada nueva sede del Seminario de San Carlos es prácticamente la única concesión hecha por la dictadura en más de medio siglo –presuntamente como premio a su papel en aquella puesta en escena de 2010– y con toda seguridad está enterado sobre la constante represión mantenida por el régimen hasta hoy contra las congregaciones protestantes en Cuba –que ya ha conllevado el cierre forzoso de decenas de lugares de culto– víctimas de la paranoia y la recia intolerancia del Gobierno de Raúl Castro.

Entonces ¿cómo es posible que este señor se niegue a hablar sobre presos políticos y elecciones en Cuba, solo porque “…no entra en el ámbito de esta conversación…”? Ortega sabe que el castrismo hasta el sol de hoy vulnera masiva y sistemáticamente los derechos humanos de mi pueblo, pero ahora emplazado ante la Historia decide guardar prudente distancia, callar vilmente, y tomar partido por las huestes de Roma; sabe que mientras clava su cabeza en la tierra y se lava las manos como Pilato la dictadura crucifica impunemente al pueblo cubano, sin embargo, haciendo gala de un espantoso cinismo dice ante el mundo que en Cuba las cosas van cambiando.

Definitivamente este hombre no vive en la misma Cuba que yo habito, en la que padece el pueblo cubano y mi familia, la del desabastecimiento atroz e injustificable. Cita otra Cuba que no conozco, una donde presuntamente ha habido “…cambios de una economía que se abre a distintos aspectos… en la consideración a la propiedad privada…” La Cuba que conozco es la de los disidentes amenazados y apaleados, la de los opositores vejados y encarcelados impunemente, la de los jóvenes expulsados por motivos políticos de una Universidad que sigue siendo exclusivamentepara los revolucionarios”.

Realmente no conozco esa Cuba alucinada que menciona Ortega. La Cuba que conozco es un país en caos, sin leyes ni autoridades que las respeten, con una falta absoluta de oportunidades para una juventud que recién protagonizara el éxodo más grande de su Historia, generando la crisis migratoria centroamericana, mientras huía de ese Gobierno que hoy Ortega, sin rubor, abiertamente defiende; una Cuba donde persisten cientos de prohibiciones absurdas que hacen inoperante la prosperidad dentro de la legalidad, pues un gobierno hostil a la empresa privada hace todo lo posible porque así sea.

Desconozco si este hombre de maneras afectadas y mirada evasiva –que mientras habla no se atreve a levantar los ojos pues sabe que miente– ha logrado dormir tranquilo desde ese día, cuando tajante evadió las dos preguntas más trascendentes de la jornada, actitud que remeda la de los dirigentes cubanos que en su terror a la verdad jamás –literalmente, jamás– se exponen a la prensa libre.

No habló el Cardenal desde la intimidad de un claustro, sino que lo hizo públicamente y debió elegir mejor sus palabras. Si el Señor Ortega no está dispuesto a decir la verdad sobre los crímenes perpetrados por la dictadura cubana contra mi pueblo, mejor debe abstenerse de hacer declaraciones públicas. Pocas veces se asiste a una actitud tan absolutamente pusilánime. Cierto que es una personalidad religiosa, no un político, pero cuando asegura que Raúl Castro se abre al mundo y habla de “…los nuevos aires que corren en Cuba…” –cuando en realidad estamos ante una dictadura cada día más enquistada y retrógrada– asume una postura política que avala el desempeño de los tiranos desde su posición de persona pública.

Cuando presencio estos vergonzosos despliegues de cobardía disfrazados de hipócrita mansedumbre no puedo menos que recordar a auténticos mártires de la Iglesia, pero sobre todo pienso en el inspirador ejemplo del beato Monseñor Romero tan cercano a todos sus pobres, el de las denuncias incendiarias contra los verdugos durante aquellas homilías que paralizaban a su Salvador amado, el cordero de Dios que defendió como león la libertad de un pueblo que hoy lo recuerda y venera como a un santo. Este hombre humilde se creció ante las circunstancias y cuanto más recrudecía la represión con mayor tenacidad defendía a sus pobres, e incluso superando su propia naturaleza, encontró gracias a su inspiración en Dios un valor personal del cual, según palabras propias, no nació dotado. Un tristísimo día de 1980 murió asesinado este santo por un certero disparo en el corazón, pero su vida todavía inspira a millones.

Ante semejante ejemplo de santidad moral este hombrecillo que hoy nos ocupa cobra dimensiones entomológicas. Pero aquí tenemos a Jaime Ortega Alamino, una vez más, en su rol de testaferro político de la dictadura cubana, convertido ya prácticamente en vocero oficial del Gobierno de Raúl Castro. Ojalá Dios, y por supuesto la Oficina de Atención a Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, se apiaden de su alma.

Ver Estado de Sats: Ortega en campaña por el neocastrismo.

Comentarios en: "Cuba entre fariseos y tiranos." (1)

  1. Gracias Jeovany no hay más que decir, ya todo esta dicho y registrado, confiemos en que los tiempos de Dios no son los nuestros y nadie se va de este mundo debiendo, aquí de una u otra manera todo se paga

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